La bruja de los Roques de Anaga – Hechicera que controla los vientos.

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Introducción

En el corazón del archipiélago canario, donde el océano Atlántico besa con furia los acantilados y la bruma envuelve los paisajes como un manto de misterio, se alzan los imponentes Roques de Anaga. Este paraje, sagrado para los antiguos guanches, guarda entre sus grietas y cuevas una leyenda que aún hoy susurran los vientos: la de la Bruja de Anaga, una hechicera cuyo poder sobre los elementos marcó el destino de los navegantes y pastores que osaron desafiar su dominio.

Cuentan los ancianos que, en las noches de luna llena, su silueta se recorta contra los riscos, mientras canta en una lengua olvidada. Su voz, dicen, convoca tormentas y calma las olas a voluntad. Pero tras su apariencia etérea se esconde un espíritu vengativo, atrapado entre el mundo de los vivos y la oscuridad de lo sobrenatural.

Nudo

La historia se remonta a tiempos anteriores a la Conquista, cuando los guanches rendían culto a las fuerzas de la naturaleza. Según las crónicas orales, la Bruja de Anaga fue en su juventud una mujer de gran belleza, pero su corazón se corrompió al ser abandonada por un pescador que prefirió el mar a su amor. En su desesperación, invocó a los espíritus ancestrales de las montañas, jurando venganza. A cambio de su humanidad, obtuvo el poder de gobernar los vientos y las mareas.

Desde entonces, su presencia se hizo leyenda. Los pastores evitaban los roques al anochecer, pues quien escuchaba su lamento quedaba marcado por una maldición: desaparecer sin rastro o enloquecer, arrastrado por un vendaval invisible. Los marineros, por su parte, temían ver su figura entre la niebla, sabiendo que un gesto de su mano bastaba para desatar tempestades capaces de hundir embarcaciones enteras. Se decía que tejía redes con algas y cabellos de ahogados, y que sus ojos brillaban como el fuego de los volcanes.

Un relato especialmente escalofriante habla de un joven pescador de Taganana que, desafiando las advertencias, ascendió a los roques para probar su valentía. Al caer la noche, escuchó una voz que lo llamaba por su nombre. Siguiéndola, encontró una cueva iluminada por una luz azulada. Dentro, la bruja le ofreció un trato: "Regálame tu sombra y te concederé vientos favorables para siempre". El joven, embriagado por la promesa, aceptó. Al amanecer, regresó al pueblo, pero ya no proyectaba sombra alguna. Días después, desapareció en una noche sin luna, y desde entonces, su fantasma vaga por la costa, buscando recuperar lo que perdió.

Desenlace

Con el paso de los siglos, la leyenda se entrelazó con la cultura canaria. Algunos aseguran que la Bruja de Anaga no murió, sino que se transformó en parte del paisaje: su rostro puede adivinarse en las formaciones rocosas cuando la luz del atardecer las golpea con cierta inclinación. Otros juran que sigue habitando las cuevas inaccesibles, tejiendo hechizos con los hilos del viento.

Hoy, los habitantes de Anaga mantienen vivas las tradiciones para honrar —o aplacar— a este espíritu ancestral. En las fiestas locales, se dejan ofrendas en los riscos: frutas, miel y pequeños barcos de madera, símbolos de respeto hacia su poder. Los más viejos del lugar advierten: "Nunca silbes de noche cerca de los roques, no sea que ella confunda tu aliento con el viento y decida llevarte consigo".

Así, la leyenda perdura, alimentada por el rumor de las olas y los suspiros de la brisa. Porque en Tenerife, donde la lava se encuentra con el mar, hay historias que no se escriben con tinta, sino con la fuerza de los elementos y el eco de lo invisible. Y tal vez, solo tal vez, si prestas atención en la próxima tormenta, escuches su canto entre los acantilados…

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