El Tesoro de la Cueva de las Cabras – Riquezas ocultas en Fuerteventura.

"En la negrura de la cueva, el oro brilla como ojos que acechan, y el aire sabe a sal y a pecado."

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Introducción

En las entrañas áridas de Fuerteventura, donde el viento susurra secretos ancestrales y las sombras de los antiguos guanches aún parecen merodear, se esconde una leyenda que ha cautivado a generaciones: El Tesoro de la Cueva de las Cabras. Este relato, tejido entre la realidad y el misterio, habla de riquezas ocultas bajo la tierra volcánica, custodiadas por fuerzas que desafían la razón. La isla, conocida por sus paisajes lunares y su aura enigmática, guarda en esta historia un eco de su pasado aborigen y la codicia que siglos después intentó desenterrarlo.

La cueva, situada en los riscos de Betancuria, ha sido escenario de sucesos inexplicables. Los pastores que alguna vez buscaron refugio en sus profundidades juran haber escuchado gemidos en la oscuridad y visto destellos de oro entre las grietas. Pero quienes osaron adentrarse demasiado, desaparecieron sin rastro, alimentando el mito de una maldición que protege el botín. ¿Era este el tesoro perdido de los majos, los antiguos pobladores de la isla, o el botín de piratas que nunca lograron disfrutarlo?

Nudo

"En la negrura de la cueva, el oro brilla como ojos que acechan, y el aire sabe a sal y a pecado."

Cuenta la leyenda que, en el siglo XVI, un pastor llamado Antón Farfán seguía el rastro de una cabra perdida cuando descubrió la entrada oculta. Al internarse, halló pilas de monedas, joyas de orichalcum (un metal sagrado para los guanches) y un ídolo de piedra con ojos de obsidiana que "respiraba". Aturdido por la avaricia, tomó un puñado de monedas, pero al salir, juró que una figura alta y pálida, vestida con pieles antiquísimas, lo observó desde las sombras. Esa noche, Antón enloqueció, gritando sobre "espíritus que beben el aliento de los vivos". Al amanecer, su cuerpo yacía rígido, con las monedas convertidas en carbón.

En los siglos siguientes, otros intentaron hallar el tesoro. Un corsario francés, Pierre Leclerc, llegó en 1705 con un mapa robado a un monje español. Guiado por la codicia, penetró en la cueva con sus hombres, pero solo uno regresó, balbuceando sobre "serpientes de humo que se enroscaban en sus huesos". El superviviente murió días después, con la piel marcada por símbolos desconocidos. Los lugareños atribuyeron estos males a Tibicenas, demonios del folclore canario que guardan lo prohibido.

Incluso en el siglo XX, expediciones científicas reportaron anomalías: brújulas que giraban sin control, grabaciones con voces en lengua guanche y, en un caso escalofriante, el hallazgo de un esqueleto con las manos fundidas al metal que sostenía. ¿Era acaso el precio por violar el sagrado suelo de los antepasados?

Desenlace

Hoy, la Cueva de las Cabras permanece sellada por decreto municipal, pero los rumores persisten. Algunos insisten que en las noches de luna llena, se oye el sonido de cascabeles (atribuidos a los ganados sagrados de los majos) y que el viento lleva un olor a azufre. Los más viejos del lugar advierten: el tesoro no es oro, sino conocimiento, y su guardian no es la muerte, sino el olvido.

¿Mito o advertencia? La leyenda, como la lava que formó la isla, se ha solidificado en la identidad majorera. Quizás el verdadero enigma no sea qué oculta la cueva, sino por qué, tras siglos, aún nos atrae su oscuridad. Como dicen en Fuerteventura: "El que busca tesoros, encuentra su propia alma—y a veces, no está preparado para mirarla".

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